Sobrevivir a los murmullos

Todos los Seres Humanos, por nuestra condición de especie social, traemos de manera innata, la necesidad instintiva de pertenecer a un grupo, a una tribu. Ya desde el mismo momento de nuestro nacimiento necesitamos inexcusablemente a los demás, no podemos sobrevivir solos sin ayuda de los otros. Así, la evolución nos condena a depender de una comunidad y en consecuencia, a preocuparnos sobremanera por la opinión que los demás tienen de nosotros, por nuestra reputación, ya que implica disponer de más o menos oportunidades para triunfar y sobrevivir en la vida. De ahí el porqué de nuestra necesidad, del deseo de aceptación y cariño por los demás. Además, explica, que cuanto mayor sea nuestra tendencia a buscar la aprobación constante o ser admirado e importante por los otros; también, será mayor el miedo a la opinión de los demás, a ese murmullo insidioso y constante que se repite en la mente del, “qué dirán o qué pensarán de mí”. De esta manera, este temor “al murmullo social” constituye una de las mayores fuentes de dolor e inseguridad emocional. Nos oprime y sobretodo impide el desarrollo de nuestro propio potencial individual, ya que éste, se encuentra siempre supeditado al criterio de los demás.
En especial, “el qué pensarán de mí” es tremendamente perjudicial, porque se trata de una creación de la mente; esta tendencia a interpretar el pensamiento de los demás en clave personal, siempre referidos a nosotros y casi siempre en negativo, que nos ocasiona innumerables equívocos y muchos errores sin aclarar, porque no podemos estar continuamente preguntando para tener la certeza de lo que creemos que están pensando de nosotros. Este murmullo constante en nuestra mente nos causa un gran malestar emocional.
Esta es una de las formas más más frecuente de generar conflictos emocionales, esas olas encontradas en nuestra mente. Por una parte, la fuerza de nuestra propia individualidad y por la otra, la gran influencia del grupo, de la tribu. Por una parte, la libertad de espíritu necesaria para mi crecimiento como persona y por otra, la sumisión al poder del grupo, de pertenecer a una tribu particular, que nos encandila con su inmenso y cálido placer.
Por esa fuerza innata del grupo, en muchas ocasiones hacemos demasiado caso a las opiniones de los otros, tanto en cuestiones importantes como en asuntos pequeños. Es necesario saber escuchar, tener la calma de espíritu suficiente ( “El lugar de la serenidad”), para atender con la mente abierta aquello que no nos gusta, y tras revisarlo a la luz de la razón, tomar las decisiones y adecuar nuestro modo de vivir lo más acorde con nuestros propios impulsos e inclinaciones, siempre por supuesto, que no sean antisociales.
Como necesitamos la interacción social para mantener nuestra consciencia en equilibrio, es fundamental entender cómo nos afectan las relaciones con los otros y aprender a convertirlas en experiencias positivas en lugar de negativas. Para ello, una de las actitudes más importantes del mindfulness es la de evitar los juicios; acostumbrarnos a no juzgar incrementa la indulgencia para con nosotros mismos y los demás. Al seguir las máximas evangélicas de: “no juzgues y no serás juzgado” o “no tires la primera piedra”, nos centramos en lo verdaderamente importante: hacer las cosas lo mejor posible, así, con toda la atención en el presente y con nuestra alma libre de prejuicios y llenos de comprensión y benevolencia lograremos sobrevivir a las murmullos, a ese yugo invisible de los gustos y deseos accidentales de los vecinos e incluso de los familiares, que nos ha deparado el azar.